Los dedos cubiertos por una delgada película ámbar y una gota en la yema pidiendo permiso para descolgarse dibujaban círculos sobre el plato. Nuestros ojos hipnotizados lamían la masa que sacados de una batea se convertía en irregulares aros, que nadaban en una piscina de miel; nuestras lenguas recorrían el labio de izquierda a derecha, anhelantes.Hasta que llegó a nosotros elplato de picarón: dorado, caliente, poroso, granuloso, exquisito; monumental. Sí, el mismo que se sirve durante 10 años en el Mercado de Magdalena por la señora Blanca.
Y qué contraste con su nombre; mujer de piel morena, que lleva en sus venas el ritmo, color y en sus manos el don de la cocina, el sabor. Pero regresando al tema principal, es un hecho que los picarones ponen a la gente más alegre, más amigable, eleva los espíritus y lleva a todos a un estado de dulce alegría, y eso se reflejaba en el número de gente que llega a consumir a este puestecito blanco de 4 sillas, pero que alberga a unas 20 personas sin exagerar.
Es cierto, había olvidado mencionar quién era mi acompañante en esta aventura culinaria, pues nada más y nada menos que mi mamá, dulcera por excelencia y quien a lugar donde va a comer da sus comentarios mismo jurado. Pues les diré que apenas habíamos terminado nuestras porciones de tres picarones queríamos más, imagínense para que ella pidiera más cómo estuvo. ¿No nos va a dar dolor de estómago más tarde? La voz de mi mamá salía distorsionada por los dedos dentro de su boca y la lengua extrayendo la miel.
Pensé, una porción más no nos haría daño. ¿Desde cuándo es mala la alegría? Mi acompañante ni objetó, así que pedí dos platos más. ¡Sí! Fue la reacción unánime al pensar en la segunda ronda. ¿Quién se puede resistir a esas joyas azucaradas? Nosotras no.
La señora Blanca, con el delantal manchado de miel y el pañuelo rojo de bolas blancas en la cabeza se alistó para freír más picarones pero tendríamos que contener nuestro entusiasmo un poco, habían otros clientes esperando y seguramente se molestarían mucho si los hacían esperar.
Paciencia, dije con un suspiro. Mientras tanto la señora, como mago que hace trucos de cartas delante de su audiencia, elevó las manos llevando un poco de masa escondida entre los dedos y con habilidad innata sacó un hueco del aire y lo insertó en la masa.
El aro, blanco aún, se zambulló en el aceite hirviendo sin levantar una gota, igualito a ese clavadista en el Salto del Fraile. Miles de burbujitas ardientes atacaron la cruda argolla y se aferraron a sus lados furiosamente para transformar esa mezcla de harina de camote y levadura en un manjar de reyes, de la Ciudad de los Reyes.
Caímos entonces en un periodo de silencio, lo cual es muy raro cuando mi mamá y yo estamos juntas. Nuestro silencio me hizo pensar: ¿Es hereditaria la predilección por ciertas comidas?, ¿está en nuestros genes?
Mi madre dice que cuando estaba embarazada, solía pedirle a mi padre muchos picarones, día y noche. Cuenta que mi pobre padre tenía que ir a buscarlos a donde sea, a la hora que fuera que se le daba el antojo a la panzona. Y yo aprovechaba para meterme mis picarones, recuerda el muy “picarón”.
“Por eso te gustan los picarones”, sentenció con firmeza la mujer que me trajo al mundo. Yo, la verdad, no recuerdo cuando comí mi primer plato. Todo lo que sé es que toda mi vida – ¿desde la panza de mi mamá? – he estado loca por los picarones y que moriré comiéndolos.
¿Vas a comer eso? Le pregunté a mi mamá, absorbiendo lo último de miel que quedaba en mi plato. ¡Deja eso si quieres vivir! , sonó como si me quisiera matar de hacerlo, yo la miré con ojitos tristes y ella me sonrió y se comió el picarón igual. Yo le dije bueno, acuérdate nada más y me eché a reír. Ordené otra. Y es que ¡La vida es tan dulce! Como para echarse a perderla buscando lugares finos para probar las delicias que salieron de cocinas y lugares humildes, pero de gran corazón y sazón.
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